Todo empezó jugando


I. Ronda

Todo empezó jugando a la ronda. Casi no sé si soy yo quien encarna la evocación o una imagen de vaga proyección. La breve edad permite el lento tempo necesario para circular casi de lado, conformando a la vez un círculo sobre el suelo. Tres es el mínimo número que la ronda admite; aunque, cuanto menos concurrida, menor también la diversión.

Cuando ambas manos son dadas a la misma persona la ronda es inconducente. En verdad, el sentido general del juego de la ronda es inconducente incluso funcionando. Es por ese motivo, tal vez, un juego. A dónde debe un juego conducir sino a sacarnos de nuestra rutina. Sin dirección alguna. Muchos juegos aparentan un sentido, sobre todo cuanto mayor es la edad de los jugadores, dado que nuestros carriles aprendidos nos llevan siempre a no hacer nada insensato.

Es también la ronda, éste trance de infinita conexión con los impulsos más puros, compañera de la canción, lo que denota su grandeza. Y los amigos de la canción, son mis amigos.

II. Barrilete

Todo empezó remontando barriletes. Fueron tres. Casi estoy seguro de eso. Uno de tela plástica con estampa de El Chavo. Este resultó en un llanto desesperado de mi parte en el mismo momento en que se estabilizó en el aire. Temí que me abandonara.

El segundo fue bien distinto. Yo ya sabía que sólo nos distanciaríamos un tiempo. Fue la primera creación que recuerdo de manos de mi papá. Era sorprendente ver cómo unía perfectamente mitades de cañas secas y tapizaba el vacío del octaedro con papel barrilete azul y fucsia. La cola era de tela y la evoco inmensamente larga. Este barrilete nacido bajo mi mismo techo voló alto junto a varios otros (pero tal vez más que ninguno) en un acto escolar, hasta que otro imprudente o maléfico vino a enredarse en el nuestro haciéndolo caer. Todos sabemos que luego de una caida semejante, por poco que haya sido el daño, ningún barrilete alcanza tan altos aires nuevamente.

El tercero no lo recuerdo tanto en nacimiento y vida, sino sólo en el momento de su muerte. Vimos desolados, en silencio, junto a otros compañeros de aula, como el surcador de vientos de papel se ataba para siempre a unos cables de alta tensión en la esquina de la escuela. Lo dimos por perdido. Murió porque lo acometió el olvido.

III. Pelota

Todo empezó jugando a la pelota. Y bien digo: A la pelota, no al fútbol. El fútbol supone un conjunto de reglas más o menos respetadas que difieren con el juego anárquico de los primeros años. En mí, al igual que en el hiperdifundido deporté del balonpié, todo empezó jugando a la pelota.
Patear una pelota de casi un tercio de nuestro tamaño y arrojarla hacia delante es un desafío que se nos hace necesario desde los primeros momentos en que podemos mantenernos en pie. El aire libre es siempre el lugar ideal. Uno corre y arroja la pelota y corre tras ella y vuelve a empujarla por largos ratos y sin rumbo. No hay límites. Es la libertad de correr, pero con el poder de conseguir empujar ante nosotros la pelota.
Las madres son las que se encargan de aclararnos que el lugar indicado es el aire libre y no el interior de la casa. Los padres, resignados o extasiados (o ambas cosas a la vez), son quienes se quedan tardes enteras intentando que la pelota que ellos arrojan hacia nosotros vuelva de nuestros pies a ellos y no a un lado, o a escasos pocos centímetros del pie del hijo.
Con el crecimiento van llegando la escuela y con ella las leyes y con ellas las limitaciones y con ellas la necesidad de cambio y avance. El patear una pelota, ya incorporado como un vicio en estas latitudes de América se va convirtiendo en juegos de pelota (bases, penales, jueguito, coca-cola) y finalmente en fútbol.
En un momento, el fútbol con amigos y en un predio viene a convenir más que el pasillo o el patio de la casa. Es el momento en que ya no quedan vidrios por romper.



Comentarios

Unknown ha dicho que…
una sonrisa de letras; tipea a dos dedos con poca habilidad, evidenciando belleza, ante tanta sensibilidad,
DOÑA OLIVETTI

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