Una terraza habitada

Cómo podría no confiarse en lo que no se ve si la gran mayoría de todo lo que ocurre, ocurre sin percepción ajena. Por ejemplo: ¿Alguien ve el trazo de mi mirada, la recta que se extiende desde el centro de esta habitación en que me siento, atraviesa el gran ventanal, cruza la calle Paraná y llega a una terraza justo enfrente? Ese trazo se me vuelve no sólo visible, también tangible.

 El solar totalmente expuesto desde mi cuarto piso corresponde a una casa aparentemente abandonada debajo. Antigua con una antigüedad sórdida, deshecha, estropeada. Es una casa invisible, excepto para el hombre que cada mañana veo durmiendo en su umbral; él conoce y hasta quizá añore algo en aquella casa. La fachada es atemporal, confusa y también invisible. En la parte más alta, sobre sus diez metros de frente, se distribuyen cuatro inquietantes figuras de soles y lunas pintadas con colores vibrantes. Incluso a esas figuras el tiempo, o la ciudad indiferente, las deshabitó de su espíritu.

 Durante varias mañanas contemplé la terraza esperando ver aparecer entre sus estructuras un trazo de vida humana. Esa que hubo alguna vez, la del obrero que pegó sus ladrillos, la del herrero que fabricó ese gran invernáculo al que algún vidriero colocó vidrios de colores y texturas varias. Invento que alguna escalera en el interior de aquella casa deshabitada se baña de los verdes y azules que a una hora del día se filtran chorreando desde lo más alto de su techo. Sin embargo, sólo sus obras quedan. Puse mis expectativas en sorprender a quien a regar los plantones de las grandes macetas subiera, pero pronto la ausencia humana me hizo recapacitar. Sus grandes plantas, cactus y enredaderas han aprendido a vivir como antes de ser llevadas allí. Es decir, naturalmente solas.

A ese gran pulmón, guarecido entre edificios más altos que él, ni el sol ni la lluvia le pueden faltar. Profundizando la mirada en el polígono que el cielo forma sobre la terraza vi su piel celeste rasgada, recortada por cientos y cientos de cables que hacen a la comunicación y el confort de los vecinos de la cuadra. Los miles de cables cruzan en todas direcciones y en todos los planos. Es un mosaico tridimensional aéreo. Una vez percibido ya no pude ver más la integridad de la imagen detrás de él, como si el cielo también se hubiera deshabitado de su espíritu para convertirse en la superposición de cientos y cientos de triángulos celestes, miles de recortes perfectamente encajados. Desde la terraza de la casa deshabitada una linea recta cruza la calle a tres o cuatro pisos de altura, atraviesa el inmenso ventanal y concluye en mi retina expectante. De repente, dos palomas descienden aleteando entre los macetones.

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