Todavía un juego

FEBRERO 2011




Un día fui niño como los infinitos seres lo son. Todos fuimos niños, yo lo fui con ganas. Quería ser niño, lo adoraba; tanto, que no comprendía la finitud. Tanto que un día intelectualizaba el tiempo y no lo aceptaba. Renegaba de lo inevitable e instantáneamente me comprendía aún dueño de mi niñez, y me avocaba a ella con ahinco, descubriendo que la única acción útil contra lo inevitable es la absoluta evasión. En especial, de los pensamientos.

No sé si guardo poco o mucho. Podría decir que lo necesario. Que tengo en mente películas seguramente redefinidas por los años. Pero con las sensaciones tan vívidas como en la añeja realidad.

Era un niño melancólico, iracundo, artista, bueno, irritable, alegre, chistoso, tranquilo: Los fui todos. En la mente se guardan escenas que impactaron de una u otra forma. Los ejemplos (que quizá me importen sólo a mí): Me veo luchando en la cama de mis viejos que, claramente, tenía dimensiones más convenientes para simular un ring; chocando su taxi de juguete contra las paredes (y hasta siento la catastrófica culpa posterior); haciendo carreras de autos, cenas multitudinarias y ecuménicas entre decenas de muñecos de las más variadas razas y especies. Me veo bajo la mesa redonda de mi pieza con sus libros guardados, que espiaban desde un agujero excavado en su madera inferior. Nos veo de tarde, en el patio de la casa, en los médanos junto al mar, en algún parque cercano. Lo veo a él con guantes de arquero, y a ambos con la infantil ilusión (permitida) de ser más habilidosos que mi papá, que jugaba con nosotros.

Con mi hermano jugamos, como en los momentos felices, cada vez más lejanos de la vida. Compartimos la misma felicidad. Todo lo hacemos jugando. Nos reímos porque, al fin, nada es para preocuparse. Ambos lo sabemos. Aprendimos a jugar juntos, a crear la felicidad. A aislarnos del tiempo, a eludir lo ineludible con inteligente arte; como si continuáramos en esas tardes enteras, dentro de una cama llena de provisiones (que no era una cama sino un barco), donde todo fuera era océano.

Jugando a vivir, todo el océano infinito alrededor nos es indiferente. Nuestra felicidad se reduce a un bote en el que las cosas existen con la realidad de la fantasía. Que existen porque no sólo lo que vemos existe.

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