Los cuentos en La Tundra

¿Destino? ¿Azar? ¿Voluntad inconsciente? ¿Fuerza más allá? Sea como sea, la conexión se da como se da, incluso siendo la más remota posibilidad aparente. Escribía mi blog una tarde de principios de siglo y se me ocurrió pasearme aleatoriamente por otros sitios publicados en blogger. Varios me llamaron la atención, pero uno, poderosamente. Me gustaba la forma en que escribían y describían la vida de los que se sienten un poco ajenos viviendo en tierras lejanas. Sapo de Otro Pozo narraba algunas aventuras de argentinos en Reino Unido. No sé si mandé un mail o algo, una señal, una botella al mar. Recibí la respuesta de una tal Silvia, una de esas personas portales; esas que desde su sensibilidad y quehacer abren la puerta a mundos y horizontes que desconocíamos totalmente. Con los años y las esporádicas comunicaciones fui descubriendo su lado musical (alasVALS), sus entrevistas y su publicación impresa en el mismísimo Reino Unido: Revista La Tundra.


http://www.latundra.com/

Concluyendo el 2018 (los fines de año son ideales para rever, reciclar y reacomodar) me senté a contemplar los momentos amados del año y me hallé ante cuatro episodios sublimes que quizá en la vorágine de los días y las actividades no había visto en tanto detalle. Cuatro escrito míos aparecieron publicados en las cuatro ediciones de La Tundra, y no sólo eso. Cada uno fue engalanado por una ilustración magistral de distintas ilustradoras de distantes partes del mundo, volviéndolos así una obra preciosa y compartida.

En mi blog están publicados ya, pero me permito en este post reunirlos en la forma en que La Tundra los reunió y junto a las ilustraciones de Valentina Salvatico, Marisol Bravo, Romi Lardiés  y Guiomar González.

Caída Libre Ilustración de Guiomar González



Entredormido trataba de reacomodarme en el sillón; a veces me gusta que el sueño me alcance a horas inesperadas de la tarde y más aún en las tardes de lluvia. Perdí la cuenta de cuántas veces un vértigo inverosímil me acompañó de la duermevela al despertar. El último fue abrupto. De repente un vendaval me azotó y el estruendo se hizo ensordecedor. Salté en el silló que había entonces dejado de ser el sillón de mi sala. El avión en el que me hallaba acababa de abrir a miles de pies de altura todas sus puertas. El miedo perdió su invisibilidad, podía palparse. El pánico generalizado se llevaba mi atención sin que mi humanidad se decidiera por ninguna reacción. Entonces, y como muchas otras veces, un río manso y cristalino corrió desde las profundidades en mi auxilio. Pronto escuché su murmullo fractal correr por debajo de toda inconsciencia y me sentí en paz. No sé a qué humano se le ocurre en tales ocasiones aliarse a su paz pero cuando el río se desata me entrego sin juicios. El miedo estaba ahí, el pasillo de un avión infernal con todas sus puertas abiertas cruzadas por el azote del viento. El mundo atormentado por el miedo, a él sometidos o resistiéndolo hasta la locura. A mí el murmullo del río me sugería cruzar el miedo, pisarlo de inicio a fin. Me incorporé, mi atención fija en el pasillo, mientras el entorno se volvía una masa amorfa. El viento, los gritos, los gestos desbocados, las sacudidas de terror se amalgamaban e iban disolviendo, en ese estado, su furia. Caminé decidido hasta el final del pasillo; paso a paso, sintiendo el miedo que atravesaba. Una puerta me aguardaba, cerrada aún, como si a mí sólo me hubiese correspondido descubrirla. Me detuve ante ella, tenía una inscripción sugerente: "amar más, incluso ésto". La ignorancia del camino que deparaba me iluminó la sonrisa y silenció hasta el vacío la escena del miedo a mis espaldas. Sin dilaciones, abrí la compuerta y la crucé .

Beso espacial Ilustración de Marisol Bravo


Es una historia en cualquier galaxia muy, muy lejana. Un planeta vibra llamativamente. Su atmósfera se colorea. Flotan sus continentes pero uno ha empezado a fluir. Desde el aire se observa que no se observan más límites que la naturaleza entre los pueblos: Uno de ellos ha encendido una señal. Una ciudad de esas que casi no se detienen se ha detenido; se ha abstraído en un sólo punto. Una plaza donde los vientos se han vuelto más cereales, los verdes más verde en una sola de sus esquinas. Allí están ellos que, sin saberlo, en ese beso vibran, se colorean, fluyen, encienden una señal, se detienen y abstraen, se vuelven más cereales. Allí sus labios, su piel sobre la piel, sus células todas vibran en contacto. Cada átomo en su eterno instante se colorea imperceptiblemente para la gama de colores percibida por la vista. Así están, en pleno revuelo, fluyendo, sus electrones que, lejos de chocarse, circulan a velocidad de rayo en perfecto concierto. En ellos, en su propio interior, tan lejana como la mente la puede percibir, una galaxia se expresa y se replica, una y otra vez, volviendo a contar el milagro del beso.

Caos y orden Ilustración de Valentina Salvatico


El otoño de estas latitudes en que vivo se ha ido modificando de manera abismal. No obstante, su esencia, su natural poder suavemente ejercido de desnudar, se conserva inalterado. Entre vientos que llevan y traen, entre fríos y calideces intermitentes, el otoño despoja no sólo el disfraz vegetal, sino todo disfraz. Desola de escondites todo rincón. Cada nido, cada inflexión del corazón, se expone con brutal desnudez. Los melómanos, y también quienes experimentamos con más de un sentido la intensidad de las estaciones, amamos caminar sobre colchones de hojarasca, hacer crepitar una huella sonora a nuestro paso; muchos incluso nos extasiamos contemplando las gamas aparecidas, los montones de hojas muertas o sus lentas e inexorables caídas desde la copas.

En aquel jardín sorprendía el orden. Tras caminar largas cuadras de una ciudad invadida de otoño, aquél jardín particular agredía el desarrollo de la naturaleza en pleno caos. Tal vez no los vi (tal vez la desmemoria y la fantasía me jueguen a veces una buena pasada) pero en ese jardín pulcramente despejado, una orgullosa abuela acababa de amontonar con su escoba el caos que la vida proponía en forma de hojas amarillas. Al instante, un niño, que se me ocurre su nieto, salió de la casa hipnotizado por el extraño cúmulo, y hacia él corrió. Sin dudas y sin razones, de un solo puntapié, convirtió la dormida montaña de hojarasca en un volcán que estalló en todas las direcciones del jardín. La abuela contuvo su propia furia e impotencia, hizo con sus emociones un ordenado montoncito, mientras las hojas acababan de volar. Una vez más, un niño devolvía, en un arrebato espontáneo, el orden al universo.

Exilio de casa (parte 6) Ilustración de Romi Lardiés


El más allá es inexplicable. No tiene traducción a lenguaje humano ya que las palabras están sometidas a la evolución intelectual y al andar de las sensibilidades; la esencia atemporal más allá de las formas es, sin embargo, experimentable. Aquello que el cerebro capta como una señal difusa o una imagen borrosa, otra parte del ser la capta inmediatamente y la traduce con ignorados mecanismos, sin necesidad de llegar al fin que todo proceso cerebral tiene: convertir al más allá, a lo informe, en formas.

 El exilio me puso de pie frente a la ecuménica biblioteca de mi casa que, durante dos vidas, se fue consolidando. Verla así, paisaje de las noches de estudio, marco para inspiración de tantas canciones y poemas hechos a su abrigo, no es sino ver una forma; la entidad que en mi se consolidó de su ser a través del tiempo.

El exilio me enfrentó al misterio, a la búsqueda de la esencia detrás de la forma a fin de hallar otra nueva forma traducida desde la misma energía más allá. Los mismos átomos, moléculas, partículas de luz que mi cerebro descifró como libros y memorable biblioteca, se condensan hoy en feria de libros usados. Rotas las represas, un río de papel se desata. Es mi alma quien comprende lo esencial y liberador de tal movimiento, aunque no lo pueda explicar.

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