Derrumbe de la inconsciencia

Como si se tratara de una fachada destartalada de una vieja casa, o una pared sin sostén, los paradigmas se derrumban solitos. Sucumben antes o después y hacen ruido, y mucho, al desplomarse.
Lo que entonces creímos un aspecto tabú se vuelve cotidiano, lo que creímos prohibido se vuelve público, lo que creímos aceptable se vuelve insensato; y viceversa. Todo se trata de creencias invisibles. La construcción que hacemos de la realidad que nos rodea, a través de sistemas elegidos y, me permito insistir, invisibles. O desapercibidos.
Pero un día esa fachada se fractura y deja pasar un haz de luz; el primero antes de estallar en miles. Esa luminosidad es la consciencia, que en su impulso expansivo resquebraja, erosiona, destruye y derrumba toda creencia. La conciencia es noción de presencia y existencia de la vida manifestándose (parece tan simple e inevitable ser pura manifestación y no obstante lo cubrimos hasta la desaparición bajo capas y capas de paradigmas y sistemas aprendidos). ¿Porqué no elegimos la conciencia? Porque no se elige, ya lo somos. Lo que se elige (incluso en pos de la libertad individual) no es sino creencia y construcción. Ego. Por lo que, si bien se observa, cada vez que reconstruimos una creencia individual o colectiva, cada vez que los valores cambian a lo largo de la historia, mucho antes y más profundamente, tuvo lugar una magnífica explosión de la conciencia. Es la esencia la que construye la forma y no al revés.

La inconciencia, o según Einstein, la infinita estupidez humana, parte de una confusión básica quizás. Creer que por existir debe subsistir. Y en ese afán de auto sostenerse, se desarrolla, evoluciona, se perfecciona. Se mune de razones que, cómo alguna vez montó un altar a la razón, suenan valederas. Se mimetiza con maestría eludiendo todo golpe fatídico y escondiéndose en ese sinfín de capas de construcción. Cuando una fachada hace ruido es porque ya se cayó, porque ya se resquebrajó hace tiempo, porque ya sólo quedan las consecuencias de su paso. Consecuencias muchas veces de alcances inhumanos, dolorosos e imborrables. Sin embargo, la inconsciencia no se ha destruido, sino que ha vuelto a las sombras para reaparecer en nuevos paradigmas y creencias destinados a romperse algún día.

Somos un ser-humano. Algo que es, una manifestación de la existencia, un misterio (milagro) conciente y, a la vez, un humano. Es decir, un mundo de razones, pensamientos, emociones, creencias. Y eso no implica inconciencia. Lo que algunas culturas llaman iluminación es quizá un desafío de integración siempre personal. Comprendernos íntegros no solo como humanos, sino también como seres. Darle tanta atención a los derechos, atribuciones, capacidades y construcciones humanas como a las del ser. Porque es sólo eso, atender algo que ya estamos viviendo. Elegir observar más allá de las opciones que toda situación ofrece: acción y reacción. La luz de la conciencia disuelve toda inconciencia. Observar qué hay detrás de cualquier acción o reacción es iluminar, es ofrecer algo distinto. Una situación violenta propone una condena violenta como reacción. La situación desaparece, el valor cambia y sin embargo la violencia que la movía saltó, se mimetizó rápidamente para subsistir.

Un proverbio argentino, ya que no chino, para concluir:  Un pueblo era asediado por una horda de cazadores inescrupulosa con bastante frecuencia. Cierta vez, cansados, los pobladores se unieron y sintieron que así, colectivamente, su fuerza era incomparable. Que estaban listos para dar caza a esa horda criminal. Entonces se armó y se lanzó todo el pueblo en masa al camino, seguros de que ese histórico asedio acababa de caer. A la salida del pueblo se encontraron a un flaco del condado sentado en una piedra mirando el horizonte. Lo invitaron a sumarse y le convidaron sus armas. El muchacho las rechazó sonriendo y dijo: "Alguno de nosotros debería quedarse observando, por si esta aventura nos volviera a todos los nuevos cazadores".

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