Dormida
Las cinco de la mañana en Buenos Aires, con el sol que asoma
invisible aclarando los patios traseros, vierten aún el fulgor naranja
de mercurio sobre las fachadas. No hay ciudad que se ponga tan rápido en
pie y, sin embargo, estas horas la sorprenden con una lentitud de
duermevela. Las veredas recuerdan por breves minutos un pasado de tierra
y alambrados. Los asfaltos sueñan aún con los barros que supieron
conquistar, justo antes de sentir sobre su lomo la marcha interminable de las otras largas horas.
Las aves y los insectos y las partículas de arena que al fin descansan, se ríen en el frescor matutino de las ínfulas de metrópoli. Y yo, testigo silencioso, siento el aire de río en la piel y me abrigo; y siento la luz como una sábana en el éter. Me lavo el sueño de la cara y salgo a atravesar en puntas de pies, para dejarla dormir, la ciudad.
Las aves y los insectos y las partículas de arena que al fin descansan, se ríen en el frescor matutino de las ínfulas de metrópoli. Y yo, testigo silencioso, siento el aire de río en la piel y me abrigo; y siento la luz como una sábana en el éter. Me lavo el sueño de la cara y salgo a atravesar en puntas de pies, para dejarla dormir, la ciudad.
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