Otoño

Siempre soñé con un otoño concreto. Un otoño implacable que, pisando con pies de plomo, se erigiese sobre la tierra, tranformando de un sólo golpe el estío en austeridad. El último verdor del verano, en ramas desnudas y húmedas, gastadas de lluvia el mismísimo 21 de marzo.
Una vez más la realidad se mostró delineada entre nubes de sueño, y entendí la recompensa del poeta.

El equinoccio primero de 2008 fue devastador. Abrió un tajo en las fronteras finales del verano y arrasó como una ola gigante con lo que quedaba de vida vegetal (afortunadamente no toda la animal).
No pocos seres humanos y pájaros indefensos tras fronteras de ramas, fueron objeto de una golpiza encarnizada y helada; aquellos huyeron como mejor pudieron, estos caían como una rama más desde las alturas derrumbantes.
Dos minutos antes la tarde luminosa se vistió de tiniebla, mostrando la amenaza en su espesor. Salí a sentir ese viento que era un fresco regalo para una jornada calurosa. Solo fuera, descubrí que las nubes sobre mi cabeza, sobre mi tierra, giraban hacia sí mismas, concéntricas, inquietas. Pensé en la posibilidad (remota por estadística) de un tornado.
Un minuto antes, apenas, cerrá las ventanas porque algo acechaba fuera. Desde el fondo, es decir, observando por la ventana que mira hacia el oeste, vi como el muro gris, la cúpula oscura y arremolinada adquiría un color verde cada vez más intenso. En el aire, pájaros invisibles volaban hacia todas partes; miles de miles de ellos colmaban de gritos el aire. Tras cerrar mi última ventana: la furia.
Una descarga seca y colosal, oblicua y mortífera de piedras, de tamaño de puños algunas, bombardeaban las paredes que defendían el poniente. Alto en la calle rebotaban las masas blancas y heladas, como si fueran livianas pelotas de ping pong; y pronto, en un minuto, lo cubrieron todo. El terror duró diez minutos interminables. Fuera, el hielo se acumulaba en praderas níveas sobre las casas, y trituraban a su paso hojas y ramas; el aire exterior se colmó de una danza desenfrenada de agua, granizo y restos vegetales. Cayó un telón sobre las ventanas.
Dentro, el estallido de ruidos hacía estallar el pánico. Algunas roturas eran evidentemente vecinas, otras hacían llover cristales en los pisos. La tierra temblaba con cada uno de los millones de martillazos dados por la piedra glacial en paredes, ventanas y techos. ¿Podría abrisrse la tierra? ¿Podría desprenderse un trozo completo de cielo tras estos pequeños fragmentos? Todo podía ser. La sangre corre tan rápido entonces que enlentece los minutos y nubla la razón. ¿Pero qué hacer sino esperar?

Doce minutos después del baile en espiral de la nube en mi cabeza, del primer frescor en la tarde calurosa, el otoño sepultó al verano bajo 10 centímetros de hielo molido. Dejando sangre hirviendo en las venas, árboles en ruinas, agujeros caprichosos en los delineados agujeros de las ventanas, vidrios tapizándolo todo y estupor absoluto. Por dos segundos la ciudad entera se paralizó y luego se agolpó en las veredas para mirarse unos a otros exigiendo explicación posible, sobre la alfombra de ramas y flores, junto a los muros estampillados de hojas maltratadas e irreconocibles.

De nadie escuché la explicación que yo bien conocía: mi otoño implacable había venido.


MAR 08

Comentarios

Unknown ha dicho que…
el nuevo otoño tiene quizas no caminos mas faciles sino nuevos y mejores colores, por suerte!

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