Ciencia incierta (o la mitad del universo)

    Más de una vez me vi asintiendo ante un nombre pronunciado, sin saber a ciencia cierta de quién se trataba. Sin embargo, esa vez (aunque asentí como siempre) busqué inmediatamente información sobre el tal Carl Sagan y su obra maestra Cosmos. Sólo el primer episodio de esa serie me llevó a un viaje de alcances impensados. Tuve la sensación de no estar en mi cuerpo que, para entonces, parecía haberse disuelto en la trama matriz del universo.
    Ante tales situaciones la ciencia se vuelve incierta. Las décadas invertidas en un bachiller biológico y la facultad de odontología, mi conocimiento de frente y revés de la célula, los órganos y las funciones, de las expresiones más misteriosas del cuerpo como el dolor y la enfermedad; toda esa arcilla cohesionada en un individuo acababa de disolverse.

    Creo recordar que, absortos en el espacio exterior, buscamos fundir los cuerpos (la comunión del amor da incomprensible sosiego al dilema de la disolución), mientras Carl Sagan continuaba ficcionando la historia del universo.
    Cuando la ciencia parecía haberme iluminado todo rincón, aún las grietas sombrías del misterio eran visibles, así que decidí entrar a su nivel: el de la energía. El cuerpo se vio transformado completamente de conglomerados constantes a flujo incesante, a ríos de materia en movimiento nacida a cada instante de la misma energía que, desde lejos, se ve como si fuera Nada. Descubrí así que mi propio cuerpo estaba poblado de kilómetros infinitos de nada subatómica entre cada una de esas partículas que los alcances humanos hacen posible identificar. Esa desatomización borraba de alguna manera los límites entre lo que considero que soy y el mundo que me rodea.
    Es gracioso: al cuerpo que la formación religiosa de mi más tierna infancia me mostraba como un tabú, la experiencia de navegar en él me llevaba a disolverlo a un nivel espiritual que jamás mis maestros sospecharon siquiera.

    Aún me faltaba integrar una pieza al rompecabezas: el sistema educativo me hizo profesional de la salud; la curiosidad, un canalizador de energía; pero mi abuelo me convirtió en un sanador. 
    Estábamos en una fiesta, llamaban por teléfono, mi abuelo se retiraba a su habitación y al rato regresaba. Inmediatamente, el teléfono volvía a sonar con una madre sorprendida porque el hijo había dejado de llorar después de días. Cape, mi abuelo, me pasó su conocimiento que no es más que una fe indecible en el misterio humano. Un misterio que no precisa ser descifrado para ser abordado.

    Mi abuelo, la enseñanza científica, la mirada de la religión, la experiencia espiritual, la sabiduría holística y los primeros 40 minutos del primer episodio de Cosmos de Carl Sagan me situaron en medio de mi cuerpo, contemplando el infinito universo exterior que es, quizás apenas, la mitad del universo.

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