Atadas

 El automatismo moderno me halla de pie preguntándome el porqué del bus que no llegó a la hora que llega cada día.


Mientras, voy y vuelvo los tres pasos que separan el cordón de la vereda del centro del asfalto; punto que permite alzar el cuello y llevar al máximo la visibilidad en busca de una luz verde o roja que, a lo lejos, anticipe que solo se trataba de un retraso. Eso también es automático.

Las cuatro esquinas, encima mío, están atadas entre sí por un sinnúmero de cables de distintos tamaños que se cruzan sin concierto. Impulsos en todas las direcciones. Vuelvo contrayéndome en mí mismo en ofrenda a este amanecer casi otoñal aunque sea enero. Desde algún sitio invisible más allá, el canto de un pájaro parece haber colmado el universo. Y no es uno. Los pájaros están ahí.


No importa mi ritual de espera, ni que me interese en las gamas de color de cada cielo de cada mañana. Ni que haga el intrincado mapa en que se representan la necesidad de trabajo, el tiempo que día a día consumo en tareas repetidas, el avance casi cinematográfico de los achaques de mi abuela, los aprendizajes de mis sobrinas y de mis propias arrugas. No importa que cada madrugada, así no lo exprese, me abrume el destierro a que las ínfulas de ciudad condenan a aves, insectos y plantas. Que voy y vengo sobre un manto de concreto que siento que, como humanidad moderna, tenemos la compulsión de tender sobre la naturaleza subyacente. Una cama estirada y prolija, con pequeñísimos huecos de los cuales emerge un árbol o un metro cuadrado de pasto, perfectamente distribuidos. Las plazas verdes no son quizá obras, sio un resto de respeto por lo que existió. Pero todo ese pensar es quizás intrascendente, insignificante: Las sociedades ocurren y yo, sumido en mi rutina que miles de oraciones justifican, muevo sus engranajes. No importa que me duela muy profundo estar colonizando también lo invisible con todo tipo de frecuencias artificiales, espacio también robado a la naturaleza (o acaso sea cambiar una naturaleza virgen por la otra de artificios humanos). Ni tampoco importa que mayormente encienda mi luz cada vez que vuelvo a descubrir que mi elección cotidiana es el voto más importante a la clase de mundo que dejo tras de mí. Los pájaros, sin importar nada, están ahí. Cantan y los escucho. Cantan a pesar de todo; no se van. No están en ninguna parte pero cantan. Responden otros con otras voces, otras especies quizás. Conviven en la naturaleza que aguarda, y a pesar de todo empeño.

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