Caos y orden

El otoño de estas latitudes en que vivo se ha ido modificando de manera abismal. No obstante, su esencia, su natural poder suavemente ejercido de desnudar, se conserva inalterado. Entre vientos que llevan y traen, entre fríos y calideces intermitentes, el otoño despoja no sólo el disfraz vegetal, sino todo disfraz. Desola de escondites todo rincón. Cada nido, cada inflexión del corazón, se expone con brutal desnudez. Los melómanos, y también quienes experimentamos con más de un sentido la intensidad de las estaciones, amamos caminar sobre colchones de hojarasca, hacer crepitar una huella sonora a nuestro paso; muchos incluso nos extasiamos contemplando las gamas aparecidas, los montones de hojas muertas o sus lentas e inexorables caídas desde la copas.

En aquel jardín sorprendía el orden. Tras caminar largas cuadras de una ciudad invadida de otoño, aquél jardín particular agredía el desarrollo de la naturaleza en pleno caos. Tal vez no los vi (tal vez la desmemoria y la fantasía me jueguen a veces una buena pasada) pero en ese jardín pulcramente despejado, una orgullosa abuela acababa de amontonar con su escoba el caos que la vida proponía en forma de hojas amarillas. Al instante, un niño, que se me ocurre su nieto, salió de la casa hipnotizado por el extraño cúmulo, y hacia él corrió. Sin dudas y sin razones, de un solo puntapié, convirtió la dormida montaña de hojarasca en un volcán que estalló en todas las direcciones del jardín. La abuela contuvo su propia furia e impotencia, hizo con sus emociones un ordenado montoncito, mientras las hojas acababan de volar. Una vez más, un niño devolvía, en un arrebato espontáneo, el orden al universo.

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