Transluz PARTE 1

Existe la vida tras la iluminación. Ese proceso que el budismo describe incansable y al que todas sus prácticas apuntan. Ese proceso que (póngale el nombre que quiera) está disponible para todos y cada uno de nosotros. Es una de las puertas que podemos abrir a cada instante. Bueno, después de eso incluso, excepto que la muerte y la iluminación vengan a coincidir (como en el cuento de La muerte de Iván Illich) seguimos errando y esa vida transluz es la que quiero contar.

Pero antes de caminar por los paisajes más allá de la luz lleguemos hasta allí.

¿Cómo es esto de iluminarnos? 


 Nacemos en unidad a todo lo que es. A la vida en sí. Tanto que ni siquiera nos detenemos a atenderla, es decir: no nos separamos de la vida; somos tan "lo mismo" que la observación es imposible. La separación vendrá con el desarrollo, pareciendo incluso que una expansión imparable nos lleva a velocidad de rayo por procesos cognitivos cada vez más complejos. Ya no somos niños; aunque ese ser que llamamos niño y este ser que llamamos adulto compartan la misma esencia. Esa ola expansiva nos empuja hasta lo inconmensurable, a cada cual a lugares únicos. Sin embargo esa ola suele correr por un lecho que el devenir ha dragado y es el que es en el tiempo que nos toca vivir. La razón y la mente en su reinado total del ser, capaz como se creen de explicarlo todo nos han separado tan pero tan bien que ahora sí que podemos observarnos en contraste con el resto de las cosas que no soy. Ahora somos yo y la vida. Dos cosas separadas. Llamativamente este mismo impulso que nos separa y nos viste con creencias (una corporalidad, una personalidad, unas elecciones, unos valores) nos deja muy cerca de los mismísimos abismos de la mente. Cuanto más ahondamos en el proceso que sea, más hallaremos las grietas de la estructura. El sistema colapsa sólo, naturalmente. Cualquier camino, sea el que sea al que la vida o nuestra propia voluntad nos conduzca, lleva a sufrir, a preguntarse, a necesitar y, a fin de cuentas a un abismo de silencio. Ese silencio es porque el pensamiento ya no abraza la respuesta, al menos no como un proceso conocido. El misterio de la vida está más allá de cualquier conjetura del intelecto. El silencio, a fin de cuentas, concluye, tras tanta expansión al exterior a la autocontemplación. Como si en el límite último del cosmos colisionáramos contra un gran espejo que nos devuelve la imagen y todo ese cosmos que dejamos atrás fuera la inmensidad que aún queda por recorrer interiormente.

 Este momento es crucial. Es un llamado de la vida a volver a la unidad y requiere de decisión para sumirse en un camino de regreso tan (o aún más) expansivo que el anterior. Pareciera eterno pero este viaje puede durar lo que dura un parpadeo. Iluminación le llaman por ahí. Y ese camino pareciera a veces más un paso en falso que un camino. A la vez la luz da paso a nueva luz por lo que el alcance es aparentemente infinito e imparable. La expansión cósmica de la consciencia no tiene vuelta atrás y se esparce a toda relación: la relación con uno, con los demás, con la comida, con el cuerpo, con las actividades, con el dinero, con el tiempo, con las emociones, con el dolor, con la muerte. Con todo lo que es. Con la vida que somos.

¿Cómo es esto de iluminarnos? Malas noticias. No hay un cómo común sino que hay tantos cómos como seres. Ningún camino ajeno nos podrá hacer aprender El Camino. Basta quizás con tirar del hilo hasta el final. Seguir su curso hasta el centro de todas las respuestas. Hasta el núcleo de la sabiduría. Sin oposición, desandándonos delicadamente y con amor. El fin de toda ceguera, oscuridad, sufrimiento, guerra, oposición y separación es posible y la respuesta está esperando ser revelada ahí mismo, en el centro de la paz.

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