Mi sonrisa y la cruz del intelecto

Con una sonrisa encaro los días tal vez desde la noche anterior. Desde que nací, según dicen, así fue. Una especie de don para quien no puede sonreír, o para quien la vida se encarga desde tempranas horas de la mañana de empantanar en la infelicidad.
Desde que soy consciente de ese don intento, sin saber si debiera o no hacerlo, cuidarlo, cultivarlo y retenerlo. Me es inevitable, pese a la amenaza de volver ficticio el acto de sonreír.
Es la cruz del intelecto. El someter todo a leyes, a efectos de causas, a métodos y modelos. Peligra la espontaneidad con la obligación, es cierto; pero la recompensa (¿mucho menor?) es el poder de vernos e interpretarnos desde fuera. El poder de comprendernos. El de repetir sucesos a voluntad, y el de someter todo al lenguaje de la memoria; que es el lenguaje escrito (el fónico ha sido deficiente guardián incontadas veces a lo largo de la historia).
Me comprendo y escribo la conclusión de mi mismo. De mí sonriendo cada mañana naturalmente. Razono una actitud dimanada para enfrentar el devenir de las horas. Me interpreto en estado de duda, pero aun ahí vuelvo a sonreír.
Y ahí es cuando comprendo que aun en la razón puede retoñar la naturalidad. Que la improvisación es el lenguaje de la realidad y que, piense o no, me esfuerce o no, lo provoque o lo contenga (si es que esto se puede), vuelvo a responder con la sonrisa. Y eso me esperanza. Me hace razonar que tal vez toda mi vida pueda seguir surgiendo esa actitud.


ABR 09

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