Exilio de casa (parte 5)

¿Un gallo tiene nombre? Digo: ¿se identifica, como un ser humano lo hace, con una denominación de una forma tan íntima?. Tal es la identificación para la mayoría de nosotros que es difícil desarraigarnos del nombre y también de todo lo que viene con él. Son las 5 y se repite la postal (no exclusiva a los amaneceres) que acompaña mi vida en esta casa: el gallo vuelve a enarbolar su grito espeluznante.

Escuché alguna vez que los gatos tienen una fidelidad por los lugares mientras que los perros la tienen por los amos; llamémosle una conexión. Se identifican con alguna forma. Funden su esencia con una idea al punto de perder sus límites. Se hacen gato-espacio o perro-amo. Es el proceso de la domesticación; los campos dorados del zorro de Exupéry.

¿El gallo sabrá reconocer su nombre? ¿El gesto de amor (quizá incomprensible) de un humano para diferenciarlo de entre todos los demás gallos? ¿O percibirá más allá de lo evidente, pasará por alto las nomenclaturas y lo vivirá todo como algo irrepetible a cada instante? Será acaso por eso que este gallo (o el fantasma de su voz que solo conocieron mis oídos medianera mediante) derrama toda su fuerza celebrando, hace treinta años, cada nacimiento de la luz con el filo bestial de su laringe.

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