Memorias de un día analógico

Después de una noche plagada de pesadillas dentro de pesadillas que tras mucho luchar (con la impotencia proverbial que los sueños nos generan para dejarlos a voluntad) pude espantar. Digo: Tras esa noche perturbadora, me dispuse a realizar uno de los actos más burlescos del ser humano: Hacer una fila. Es sin dudas una burla a la vida. Son seres vivos  parodiando por un momento la agonía o la muerte. Hice una involuntaria conexión entre tecnología y entretenimiento que me llevó a armarme de un teléfono con su batería, sus carpetas de música y sus juegos a tope. No podía fallar. Pero ya sabemos que siempre que no puede fallar, falla.

Me habían anticipado las oficinistas que sólo atenderían a treinta personas  y que la gente estaría esperando desde mucho antes de que las puertas se abrieran. Así que madrugué, me lavé los ojos y los sueños, cargué mi teléfono y salí decidido. Llegué con veinte personas ya en posición de parodia. Busqué las carpetas de música y, antes de elegir que escuchar (ya con los auriculares en los oídos), la fila se nutrió detrás de mí.

Un hombre llegado un instante después, me habló. Contesté cordial, sin quitarme los aún mudos auriculares. Él insistió, no había contado y tenía la leve angustia de no llegar a entrar. Le dije que yo sí lo había hecho y que no había de qué preocuparse. A su insistencia mansa en conversar no pude sino guardar parsimoniosamente el teléfono. Al hombre pareció no importarle.

No son muchas las veces en las cuales una persona totalmente desconocida nos resulta agradable. O sí. Pero no con una primera impresión que nos conecta más allá del total desconocimiento. No sé. La cuestión es que hablamos de cosas... No importa: Hablamos. ¿Con cuántos desconocidos hablamos? Vivimos reflexionando acerca de la inhumanidad en que la tecnología nos va sumergiendo (en verdad somos los seres humanos los que transformamos nuestro comportamiento social hacia la aislación). Hablar es volver a lo humano, a lo básico. No hay quizá cosa más compleja que eso que parece tan simple. Hacer contacto. No ir a la rutina vanal que solemos llamar conversar y en la que, en orden, hablamos de: 1) El clima, 2) Nada es como antes,  y 3) El gobierno. No ir a eso, sino a conversar mirando a los ojos. Interesándose en las historias ajenas de alguien que quizá no va a volver a cruzar en la vida, pero que ha sido todo nuestro universo en esas brevísimas seis horas de fila.

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