Cuatro palabras sobre Woody Allen
Escribir y comer, todo a la vez, no se puede. No al menos sin desestimar el goce y la atención que cada actividad demanda.
Mientras trabajo la mente se enfoca en las tareas. Cuando me desconecto y mis pensamientos dejan su obligación, parecen caer en las memorias de Woody Allen. No puedo salirme facilmente (ni quiero con la voluntad) de las ideas descritas, de las sugeridas, de las derivadas, y de la confluencia de las tres. Me adapté a su forma de decir como a los climas ingratos. Evitándola al principio, soportándola después; y al fin, volviendo a ella con ansias acumuladas.
¿Quién permite esa primer fila de asientos en el cine? No es humanamente posible desdoblar la vista en unas dimensiones que superan el espectro óptico (más aún si uno debe leer subtítulos). Me resigné al fin, suponiendo que tras la función le solicitaría a los de la mitad derecha que me contaran lo que yo no llegara a ver en la mitad izquierda de la pantalla. Ellos estarían tan inconclusos como yo. Los directores debieran quejarse, pensé. Y ni tienen la culpa: No son quienes venden los tickets.
Incluso con subtítulos, cambios de idioma y la velocidad contextual que supuse, pude gozar de la película sin recurrir a mis medidos compañeros de fila. Recurso inútil en realidad: Cada uno entiende lo que quiere entender. Hubiéramos hablado de distintas películas.
Cargo un resfrío que es huella de una semana de fiebre y reposo que se aferró con tenazas, aunque en un disimulo casi profesional, a mi cuerpo. Recurrí a la madre naturaleza y sus infusiones, y a la madre ciencia y sus químicos para salir así a la vida. Noté que la ausencia de rutina adormece un poco la razón, como si nos acostumbráramos a andar a su ritmo. Intuyo algo patético.
Hay ciertas rutinas desapercibidas en todo: En comer, en escribir, en hacer películas. Y está bien. Es la manera de evitar la justificación constante en cada acto. Es el piloto automático de actos ya justificados alguna vez. Es por eso que no se puede comer y escribir al mismo tiempo. Uno debe empezar a explicarse que la mano no podrá sostener la lapicera mientras tenga el aceite de las papas fritas; la producción de ideas debe saber detenerse para apreciar un sabor, y luego saber retomar sin desmérito.
Veo las historias de Woody Allen como si las leyera; no me ha pasado con tanta crudeza con otros creadores. Me quedan sus restos flotando por días en rededor, como tablas de una goleta tras naufragio. Me persiguen alegremente sus esquirlas. El nunca poder dilucidar con claridad los límites entre el personaje y su escritor es un juego que el tipo me ha sabido inocular. Gozo de ese dilema, y desde sus líneas navego río arriba (eso le da mi favoritismo) hacia costas que pueden ser paisajes literarios, pictóricos, musicales o arquitectónicos. El tipo me inspira. Sólo esas cuatro palabras quería decir mientras comía.
JULIO 2012
Mientras trabajo la mente se enfoca en las tareas. Cuando me desconecto y mis pensamientos dejan su obligación, parecen caer en las memorias de Woody Allen. No puedo salirme facilmente (ni quiero con la voluntad) de las ideas descritas, de las sugeridas, de las derivadas, y de la confluencia de las tres. Me adapté a su forma de decir como a los climas ingratos. Evitándola al principio, soportándola después; y al fin, volviendo a ella con ansias acumuladas.
¿Quién permite esa primer fila de asientos en el cine? No es humanamente posible desdoblar la vista en unas dimensiones que superan el espectro óptico (más aún si uno debe leer subtítulos). Me resigné al fin, suponiendo que tras la función le solicitaría a los de la mitad derecha que me contaran lo que yo no llegara a ver en la mitad izquierda de la pantalla. Ellos estarían tan inconclusos como yo. Los directores debieran quejarse, pensé. Y ni tienen la culpa: No son quienes venden los tickets.
Incluso con subtítulos, cambios de idioma y la velocidad contextual que supuse, pude gozar de la película sin recurrir a mis medidos compañeros de fila. Recurso inútil en realidad: Cada uno entiende lo que quiere entender. Hubiéramos hablado de distintas películas.
Cargo un resfrío que es huella de una semana de fiebre y reposo que se aferró con tenazas, aunque en un disimulo casi profesional, a mi cuerpo. Recurrí a la madre naturaleza y sus infusiones, y a la madre ciencia y sus químicos para salir así a la vida. Noté que la ausencia de rutina adormece un poco la razón, como si nos acostumbráramos a andar a su ritmo. Intuyo algo patético.
Hay ciertas rutinas desapercibidas en todo: En comer, en escribir, en hacer películas. Y está bien. Es la manera de evitar la justificación constante en cada acto. Es el piloto automático de actos ya justificados alguna vez. Es por eso que no se puede comer y escribir al mismo tiempo. Uno debe empezar a explicarse que la mano no podrá sostener la lapicera mientras tenga el aceite de las papas fritas; la producción de ideas debe saber detenerse para apreciar un sabor, y luego saber retomar sin desmérito.
Veo las historias de Woody Allen como si las leyera; no me ha pasado con tanta crudeza con otros creadores. Me quedan sus restos flotando por días en rededor, como tablas de una goleta tras naufragio. Me persiguen alegremente sus esquirlas. El nunca poder dilucidar con claridad los límites entre el personaje y su escritor es un juego que el tipo me ha sabido inocular. Gozo de ese dilema, y desde sus líneas navego río arriba (eso le da mi favoritismo) hacia costas que pueden ser paisajes literarios, pictóricos, musicales o arquitectónicos. El tipo me inspira. Sólo esas cuatro palabras quería decir mientras comía.
JULIO 2012
 
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